Las buenas noticias merecen ser compartidas. Por eso hoy, en el blog de Mayores Conectados, queremos celebrar juntos el premio que ganó Susana Godoy, psicóloga y escritora que nos habla de temas actuales y, como siempre, muy nuestros.

Si todavía no conocés la obra de Susana, te invitamos a leer la nota Malevos: tango y actualidad.

¿Quién es Susana Godoy?

Susana Godoy vive en Buenos Aires. Es psicóloga y escritora. Se especializó en Psicología Analítica en religiones comparadas y Letras. Escribe ensayos y artículos sobre diferentes temáticas psicológicas con perspectiva de género, como un aporte al cambio de Paradigma patriarcal directamente relacionado con la Violencia de Género. Durante 10 años dio talleres de prevención en salud mental para adultos mayores y coordinó grupos de reflexión, Cine debate y de espiritualidad.

Susana ganó, recientemente, el concurso de cuentos organizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, sobre Mitos urbanos, con su cuento «Corazón de arpillera».

La premiación tendrá lugar en un acto el 25 de noviembre en La Usina del Arte, a las 11 horas; donde los autores seleccionados recibirán una tablet, Diploma y una Antología con los cuentos ganadores.

Te invitamos a sumarte y, sobre todo, a leer su cuento. Una historia que atrapa y emociona por igual.

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“CORAZÓN DE ARPILLERA”

Relato inspirado en la leyenda urbana “El Hombre de la bolsa” de Buenos Aires.

Nunca me asustaron los cuentos del “Hombre de la bolsa”.

Nadie en el barrio conocía con certeza su historia, según algunos memoriosos, era español.
Don Fermín caminaba ligeramente encorvado, no se si por la edad o por la bolsa que cargaba a la espalda. Delgado, barba rala y gris, siempre sonriente, de gesto amable, hablaba bajito, casi farfullando. Nunca se quitaba la boina azul o su enorme “sobretodo” color indefinido.

Otra versión de su, biografía no autorizada, afirmaba que había luchado por la República en épocas del Generalísimo Franco, quizás era uno de esos “locos de la guerra” que llegó a nuestro país huyendo de la persecución franquista, en la década del 40’, sin familia, sin trabajo, sin salud. No pudo adaptarse, conservar un trabajo, ni rehacer su vida.

Quien sabe que tragedias se ocultaban detrás de su silencio y su sonrisa. Quizás lo que curvaba su espalda no era el peso de la bolsa sino el de tanta desgracia.

Don Jaime, otro vecino también de origen ibérico, le permitía a Fermín vivir en el fondo de su propiedad. Ambos eran ya mayores, solitarios y de pocas palabras.

Don Fermín, porque hace 60 años hasta las personas más humildes ostentaban el título de “Don” había armado una especie de casilla en el predio de Don Jaime, lindero a mi casa, del que nos separaba un alambrado. Más que una casilla era una taperita que daba la impresión que un fuerte viento podría desbaratarla en cualquier momento.

La gente del barrio lo toleraba porque él hacía su vida sin incomodar a nadie, no mendigaba, nunca se lo vio borracho, ni siquiera fumaba.
Él era uno de los personajes característicos del barrio, como Manuel, el policía de la esquina, que por las noches hacia guardia cerca del farol; o Pepino, el pizzero ambulante que todas las tardes salía con su bicicleta con canasto, a vender pizza “solo de tomate” o Don Manolo, el lechero, que recorría la zona con su carro lleno de tarros de reluciente aluminio.

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Por aquella época yo tenía unos 6 años, mis padres se habían separado. Vivíamos en una casa muy modesta con mi madre y mi hermana menor.

Mamá nos tenía prohibido acercarnos al alambrado, nos decía que Don Fermín era un “ciruja” y que mejor no le habláramos.

Algunas tardes cuando yo regresaba de la escuela y Fermín de su recorrida por el barrio, iba subrepticiamente al alambrado prohibido para curiosear los objetos que salían mágicamente de su enorme bolsa de arpillera; él con su media sonrisa que no dejaba ver sus dientes, hacia un gesto ampuloso con el brazo como ofreciéndome todo lo que había juntado en las calles y yo señalaba alguna chuchería que él me entregaba feliz.

Mi hermana, no sé si por ser más pequeña, tímida o más obediente, no se acercaba al alambrado, así que la única que tenía algún trato con “el hombre de la bolsa” era yo y algún que otro chico del barrio.

Una tarde que nunca olvidaré, Don Fermín, sin mediar palabra, dejó la enorme bolsa en el suelo, aun cerrada, y me dio un osito de peluche en muy buen estado. No lo trajo en la bolsa con el resto de los cachivaches, sino que logró escamotearlo de la codicia de los pibes de la cuadra para dármelo a mí, como algo especial.

Entré corriendo a la casa y le mostré orgullosa el osito a mi hermana, mi madre que nos vio con el juguete iba a reprendernos y ante nuestros ruegos, nos permitió conservarlo al tiempo que nos volvió a advertir que no habláramos con Don Fermín ni con Don Jaime. En el barrio se comentaba que Jaime también había estado en la guerra, otros decían que simplemente estaba loco y punto.

Don Jaime sí que daba miedo, vivía enclaustrado, casi nunca se lo veía; de unos 50 años, siempre desaliñado y despeinado. Sus ojos tenían un brillo inquietante. Cada tanto, alguna noche, subía a la terraza de su casa de dos plantas y gritaba desaforado: “Jaime, Jaime, nadie ha hecho, lo que tú has hecho” y por supuesto ningún vecino se atrevía a sacarse la duda y preguntarle “qué había hecho”. Siempre me pareció extraño que hablara de él mismo en tercera persona.

El osito era de color marrón muy claro, tenía una nariz de plástico negro sostenida apenas con un hilo, mi madre dijo que se podía volver a coser, pasó el tiempo y la nariz no tardó en caer y perderse. La costura que hacía las veces de boca con el paso del tiempo y los juegos y torturas a que era sometido el pequeño plantígrado, se fue deshaciendo al igual que el suave pelo que al ir desapareciendo dejaba a la vista su corazón de arpillera.

Un día cuando mi madre no nos veía, con mi hermana tomamos uno de sus labiales, y le dibujamos una boca muy roja; que cada tanto necesitaba un retoque. Lo que siempre conservó inalterables fueron sus pequeños ojos pardos. Nunca tuvo nombre propio como las muñecas, él era diferente, no había sido comprado y se desconocía su pasado e historia, igual que Don Fermín.

En muchas ocasiones mi hermana se mostraba posesiva como si el osito fuera de ella y yo tenía que recordarle, con suavidad no exenta de firmeza, que Don Fermín me lo había regalado especialmente a mí.

Mi padre, vivía en el Centro, y solo lo veíamos unas horas los días domingo, quizás por esto nos regalaba tantos juguetes. Teníamos algunos exóticos o muy costosos para envidia de primas y vecinitas. Nadie en el barrio podía competir con “Los Reyes” de la casa de mi papá.
Entre todos los juguetes, no sé porque el osito siempre tuvo un aura especial. Aún está en nuestra familia. Le perdí el rastro por la década de los 70’ cuando comenzaron una seria de mudanzas y más separaciones en la familia.

Según comentarios lo tiene una de mis sobrinas. Más de una vez, cuando me pongo melancólica y repaso los años de infancia, pensé en rescatarlo y enseguida desisto, me comentaron que lo guarda como un tesoro de la infancia de su madre, ¡Ja! finalmente mi hermana se apropió del osito.

Por otra parte después de 55 años no quiero ver el estado en que debe haber quedado el pobre y porque va a recordarme que el medio siglo pasó también para mí.

Una mañana de mi infancia, mi madre nos reúne y nos comenta que Don Jaime echó a Don Fermín. Al parecer la tarde anterior, el viejo, como siempre hizo su pequeño fuego para alumbrarse y para calentar comida en unas latitas de aluminio. Esa noche fatídica, el fuego se volvió incontrolable y quemó la casilla y sus pocas posesiones. No hubo necesidad de bomberos, pero al parecer Don Jaime armó un alboroto y consideró que ya no era conveniente ser hospitalario con su compatriota.

Corrí hasta el alambrado de la medianera con la esperanza de verlo una última vez y para mi desconsuelo solo quedaba de mi viejo amigo unos maderos quemados, totalmente negros de hollín. Me sentí muy triste por no poder decirle adiós.

De un día para otro Fermín quedó más en calle, si es que se puede decir así. Totalmente a la intemperie, desamparado.
No sé si por las amenazas del “loco Jaime” por vergüenza, por orgullo o tristeza, lo cierto es que nunca más se lo vio por la zona.
Don Manolo, comentó que una vez se lo había cruzado cerca de una villa en los límites del barrio y no estaba bien de salud.
Seguramente haber perdido la casilla en lo de Jaime, fue devastador, porque aunque precaria era un lugar a donde regresar por las tardes, era lo más parecido a un hogar que el anciano tenía.

Tiempo después, no puedo precisar cuánto, porque los niños vivimos en un eterno presente, mi madre muy sería nos dijo que se había enterado por Manolo, el lechero, de la muerte de Don Fermín.

Al parecer el anciano se había quedado dormido o caído sobre las vías del tren…

No puedo decir qué sentí, no comprendí el profundo significado del concepto de muerte, solo me quedé pensando en por qué Don Fermín elegiría las vías del tren para dormir; el suicidio tampoco era una idea al alcance de mi mente infantil.

Pasaron décadas, toda una vida y con la indiferencia que caracteriza a los adultos muy ocupados, me olvidé del osito, de Fermín y del viejo barrio, por largo tiempo.
Ahora que yo me acerco a la edad que tenía Don Fermín en la época de su desaparición y que la vida me ha golpeado, como suele golpearnos a veces la vida, veo la realidad de modo diferente.

Hoy los recuerdo y los añoro a todos; Fermín, Manolo, Pepino, Manuel, Miche, Maruja, Encarnación, Franco, Vicente, Domingo, Lucy, Beba… Y las lágrimas ruedan por mis mejillas mientras escribo, lloro por aquel pasado; repaso los rostros de aquellas personas humildes, decentes, ingenuas y sin malicia. Nacidos en el mundo pre industrial, inmigrantes campesinos de principios del 1900. Ellos conservaban la fuerza vital de los que aún no habían sido contaminados por la fiebre del “progreso” quizás por eso se los veía tan vivos, tan auténticos, tan entrañables.

Pienso en Fermín, en cómo perdió todo, con que dignidad se resignó a vivir precariamente y pudo conservar su suave sonrisa y modales amables que evidenciaban que alguna vez conoció tiempos mejores.

Hoy lloro por aquel partisano que luchó por la República y terminó sus días tan lejos de España, convertido en “el hombre de la bolsa” el “ciruja” que a nadie importa; Yo nunca pude verlo de ese modo, para mí era mágico, un Santa Claus del subdesarrollo, que hacía feliz a los niños con lo que otros desechaban.

No tuvo una buena vida ni una buena muerte; nadie lo lloró y seguramente fue sepultado como NN sin ninguna ceremonia, sus restos yacen en una fosa común, sin cruz y sin nombre.

Este relato llega 55 años tarde como ceremonia fúnebre In memoriam de Don Fermín.

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